domingo, 7 de octubre de 2012

Todos los periodistas muertos




En memoria de
Arturo Rosenblueth

Me ví de pronto en Culiacán hablando con reporteros en activo y estudiantes de periodismo que, hacia el final del desayuno en el Bistró Miró, me preguntaron qué pensaba de los periodistas muertos en el ejercicio del deber. La frase me pareció alusiva tanto a policías como a soldados caídos en la primera línea de fuego, pero en realidad los muchachos me preguntaban por los casos recientes de periodistas asesinados.
  Les dije algo que venía pensando en esos días: que no tenía sentido que se jugaran la vida reporteando los asuntos del narco o sus crímenes; que no valía la pena, que la sociedad mexicana no se lo merecía, que al gobierno no le importaba. No lo hagan. Nadie se les va a agradecer. Los van a dejar solos, como dejaron en Tijuana solo a Jesús Blancornelas. A nadie le importa. Todavía, más de veinte años después, los asesinos de Héctor Félix Miranda en Tijuana se mueren de la risa. Supieron desde entonces que actuaban en un país donde el Estado casi ya no existe y donde tener poder equivale a tener impunidad, sobre todo si se es hijo de un secretario de Estado. A un conocido abogado penalista le pregunté entonces, en abril de 1988, a mi regreso de Tijuana a donde fui enviado por Proceso para cubrir la muerte del Gato:
  —Oye —le dije a Juan Velázquez—, si en México eres hijo de un secretario de Estado y mandas matar a un periodista ¿no te pasa nada?
  —En México —me contestó el penalista que no tiene oficinas ni secretarias ni mensajero: trabaja con un celular en su casa y en los cafés— si eres hijo de un secretario de Estado puedes matar si quieres a tres periodistas y no te va a pasar nada.
  Sigo pensando lo mismo.
  La sociedad mexicana no se lo merece. Un muchacho de El Imparcial de Hermosillo, Alfredo Jiménez, se pierde por los rumbos de Álamos y el paso a Sinaloa por caminos vecinales en los tiempos del gobernador Eduardo Bours, y todavía se le clasifica como “persona desaparecida”. Ha habido casos en que se disfraza como “crimen del narco” la eliminación de un periodista más bien por deseos del gobernador. Los criminales se apuntan este favor y ya sabrán cómo cobrarlo más tarde.
  Cuenta Carlos Moncada que en un principio Sinaloa era de los estados con más crímenes de este jaez. Últimamente, dice el periodista de Hermosillo, le van ganando Tamaulipas, Chihuahua y Veracruz. Estos son los estados más peligrosos para los periodistas, según la cartografía del crimen. Oficio de muerte, de Carlos Moncada, aparecerá a finales de octubre publicado por Mondadori. De 1860 a 2012 han sido asesinados por lo menos 200 periodistas. Es muy probable que sean más.
  Se trata de la investigación más exhaustiva que se ha hecho sobre los crímenes en contra de periodistas. “No quiero que este libro sea un amontonamiento de cadáveres y un río de sangre”, dice Carlos Moncada. El primer periodista asesinado, el 25 de diciembre d 1860, fue Vicente Segura Argüelles, director del Diario de avisos, de la ciudad de México. Era liberal y se enfrentó a balazos con soldados del general Miguel Miramón.
  De cada cien mexicanos ochenta se informan por la televisión. Ya vimos lo que esto significó en las elecciones presidenciales pasadas. Televisa se instaló en el poder al apostarle a una masa inocente, pobre y desinformada que, para comer barbacoa ese domingo, estaba dispuesta a dar su voto por mil pesos como en la serie televisiva colombiana El patrón del mal. De esos cien compatriotas, que podemos imaginar en una tablero de ajedrez o en una plaza como la del centro de Oaxaca, seis se enteran de lo que pasa en el país y en el mundo a través de la prensa escrita. El análisis de un escritor, el artículo de un especialista, la opinión de un periodista de buena pluma (puede ser Sheaffer, Cross o Mont Blanc) y con sentido de la síntesis, es posible que le llegue cuando mucho a unos seis lectores. Lo mismo la mejor crónica de Juan Villoro o de Magali Tercero o de Diego Enrique Osorno o Fabrizio Mejía Madrid o Javier Valdez,  apenas llegará a los ojos de los no más de seis ávidos ciudadanos que compran los quince ejemplares de La Jornada que llegan los domingos a Mérida, a San Cristóbal o a la librería El Día de Tijuana.
  Los ensayos reportaje se dan, pues, más en el libro que en Televisazteca, donde nunca se verá ni oirá una investigación periodística sobre el lavado de dinero negro en México (que Calderón no quiso combatir en serio) una mención de los bancos y las casas que lo practican.
  No pocas veces me he preguntado por qué mataron a Manuel Buendía en 1984. ¿Por qué no lo venadearon desde un edificio del rumbo, tipo Dallas? ¿Por qué no le disparó un sicario de casco-máscara desde una motocicleta, tipo Bogotá o Medellín, cuando el columnista se dirigía en su mustang a media noche hacia su casa? ¿Por qué hubieron de hacerlo a las seis y media de la tarde enfrente de miles de testigos, a la vista de todo el mundo (como en la carta robada de Edgar Allan Poe) en plena avenida Insurgentes y en la Zona Rosa? Tal vez para eso. Para que se viera. O porque tenían mucha prisa.
  Lo que me intrigaba más bien era el motivo. ¿Lo asesinaron porque iba a publicar algo que acalambrara a Miguel de la Madrid o a Miguel Barlett (secretario de Gobernación entonces) o al señor de quién sabe qué? ¿Desde cuándo en México importa lo que se denuncie en primera plana y a ocho columnas? De todas maneras, y eso los saben antes que nadie los políticos, el Ministerio Público no actúa. Entonces, ¿de qué preocuparse? ¿Por qué matarlo? Contemporáneo de un periodismo sin consecuencias, por valiente que sea, no sentí entonces ni ahora que ése fuera la razón causa o motivo que se tuviera para callarlo. Lo que sí sospeché fue que tal vez sólo una gente del narco, poco ilustrado y nada consciente de la poca importancia que tendría en la prensa mexicana una publicación semejante, podía inquietarse creyendo que era muy grave y perjudicial.
  Siempre me produjeron una gran admiración mis compañeros de Proceso que se arriesgaban haciendo reportajes. El mismo Julio Scherer. No tenía yo el temperamento ni el carácter para ir a las dos de la mañana a ver a un exagente de Gobernación que estaba en un carro en la colonia Álamos y que quería ver a Carlos Marín porque lo seguían unos guaruras. Sobre todo cuando el exagente había dado una entrevista sobre una carga más de la Brigada Blanca. Y Marín iba. Yo me hubiera muerto del miedo. Otros temerarios eran Paco Ortiz Pinchetti y José Reveles, Nacho Ramírez, el Billy Correa, el Gerry Galarza o Rodrigo Vera, a quien en algún hotel de Chihuahua la tocaban la puerta de su cuarto unos personajes ensombrerados y siniestros a las tres de la mañana para ver ¿qué onda mi amigo, qué anda haciendo por acá, a qué se dedica? No, es que vine a hacer una mediciones, soy ingeniero de la Reforma Agraria. Todos, pues. Yo me hubiera cagado del miedo.
  Julio Scherer es alguien que piensa que siempre le va a ir bien, que nunca le va a pasar nada. Toda su vida de periodista se la ha pasado atravesando el lago Constanza.* Por eso recorría las calles de Harlem en Manhattan a las dos de la madrugada y por los barrios más bravos de los años 60 cuando Nueva York era muy peligrosa y te cortaban la yugular a la vuelta de la equina. Lo contrario de la paranoia: no sentirse perseguido, no captar el peligro, a mí no nunca me pasa nada, no hay que atraer el peligro. Hasta una vez que lo agarraron los soldados de El Salvador en un intento que hizo para ir a entrevistar a un jefe guerrillero y le descubrieron unos folletos de propaganda política en el portafolios. De no haber sido por los kabiles guatemaltecos que se lo arrebataron a los salvadoreños Julio no la cuenta. Cierto que lo tuvieron esposado a una litera en una barraca, pero luego lo liberaron porque en la ciudad de Guatemala se enteraron de quién era. Si alguna vez o más de una vez hubo alguna amenaza de muerte, Julio Scherer nunca la denunció en las páginas de Excélsior ni en las de Proceso. Son gajes del oficio y es mi problema si yo elegí este oficio. El lector no tiene por qué enterarse. No es asunto suyo cómo yo consigo la información ni qué problemas puedo tener. El reportero está detrás, se pierde, no es protagonista. La ética y la elegancia en un mismo gesto.
  Para mí trabajar en Proceso era como estar en una base militar de la fuerza aérea en plena guerra por la libertad de expresión. Era como salir a combatir desde una isla del Mediterráneo durante la segunda guerra mundial, como la de Trampa 22, la novela de Joseph Heller, o la de Córcega de donde salió en su último vuelo Antoine de Saint-Exupèry. Cada quien salía en su caza. Scherer era el comandante en jefe y piloteaba un messerschmidt. Yo, un spitfire, Galarza un mustang, Paco Ortiz Pinchetti un zero japonés, Elías Chávez un tigershark, Salvador Corro, otro de esos aviones que, como escribía Faulkner, sonaban como saxofones. Conocimos el país. Volamos sobre la Baja California, el desierto de Sonora, la barranca del Cobre y la selva chapaneca. No ganamos ni perdimos. Salimos empatados con la vida.

Julio Scherer




Me han gustado desde muy joven los cuentos de William Faulkner, los de Estos trece, por ejemplo. Y en particular uno de aviación que está en ese libro: “Todos los aviadores muertos”. Es un relato de la primera guerra mundial en la que intentó participar Faulkner como piloto de la Fuerza Aérea Canadiense, nunca en la de los yanquis. El novelista sureño frecuentaba los temas aéreos porque su hermano se mató en un aeroplano que él, William, le había regalado y se sentía culpable. Y yo me decía respecto a los camaradas muertos en el ejercicio del periodismo mexicano. También, lo mismo: todos los periodistas muertos. Para nada. Porque sí. Porque no se cagan del miedo como yo. Porque insisten en dar la palea. Porque se la juegan por todos nosotros. Porque tienen la pasión periodística. En un país en el que a nadie le importa que los desparezcan, los torturen o los maten. Ni a la indiferente, comodina, televisiva sociedad mexicana, ni al gobierno “del Presidente de la República”. Nadie se los reconoce. En un país en el que hay Estado pero el Estado no está. En una país en el que los dejan solos como a Jesús Blancornelas. No lo hagan, muchachos. En este país no tiene sentido. No vale la pena. Nadie se los premia ni se los agradece. La sociedad mexicana no se lo merece.
  Sigo pensando lo mismo.




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* Atravesar el lago Constanza significa en Austria y Alemania pasar por un peligro sin darse cuenta. Peter Handke rememora esta leyenda en su obra de teatro “El cruce del lago Constanza”: a media noche un jinete va en su caballo por un bosque y empieza a nevar. Se baja, camina jalando al caballo con la rienda, y atisba a lo lejos la luz de una cabañita o una venta. Sigue en esa dirección y al llegar toca la puerta en busca de una cama y comida. Cuando el ventero sale le pregunta:
  —¿Y usted por dónde venía?
  —De allá —le dice el jinete. 
       —No puede ser. El lago Constanza nunca tiene
     más de una pulgada de espesor.
       Entonces el jinete se cae muerto.



---------------------------------------------------Publicado en Variopinto (MexDF), El Silenciero (Ciudad Juárez), El Vigía (Ensenada), Zeta (Tijuana), RíoDoce (Culiacán), Punto y Aparte (Xalapa) y El Heraldo (San Blas).

La política es un cajero




En memoria de
Arturo Rosenblueth Vieyra
En una cierta época de México y del mundo se entraba en la política porque había muchos pobres. Una vocación política estaba definida por la ilusión de poder algún día hacer algo para que ya no hubiera tantos pobres. Con ese fin se aspiraba al poder político. Se creía que sólo con y desde el poder del Estado se podían establecer políticas que pudieran abatir los índices de pobreza.
  Lo creían incluso los priístas, aunque más creíbles parecían los panistas por su idealismo (de los años 40 o 50) y sobre todo los comunistas. No estaba bien que hubiera tantos pobres porque en la pobreza —muchos en la miseria— no se podía tener acceso a buenos servicios médicos, a vivienda modesta pero digna, a buenos alimentos y a escuela. No se podía estudiar si no se llevaba algo en el estómago. En la pobreza las cosas de una generación a otro no podían cambiar. Los niños en ciertas zonas rurales podían morir de una enfermedad gastrointestinal que en la ciudad podía curarse con un antibiótico.
  Ahora ni siquiera les pasa por la cabeza a los grillos pensar (cuando piensan) en los pobres, mucho menos cuando están en la fila de la caja del la cámara de diputados cobrando sus dietas: lo que les corresponde de cajón por ocupar el escaño y lo que se pagan a sí mismos cuando encabezan comisiones. Y ahora se están inventando más comisiones para cobrar más. Siempre están discutiendo de dinero. Mejor que nos depositen. Qué lata hacer cola. Que si pedimos un aumento, que no nos alcanza, que no llegamos a fin de mes con apenas 200 mil pesos mensuales. O que el presupuesto para los partidos políticos, que el IFE necesita más dinero, que hay que darle un bono extra a los magistrados del TEPJF por lo bien que hicieron su labor los sinvergüenzas. Dinero. La política es dinero. 
  Y es como un cajero en el que funcionarios públicos, senadores, diputados, policías, maestros sindicalizados o no, militares, meten su tarjetita y sacan dinero. Se eso se trata.
  Pero en fin, que ganen lo que ellos mismos aprueban que tiene que ganar. Para que puedan pagarse un buen platillo en El Cardenal o en el Bellinhausen (cuya cocina y no es tan buena). Vienen de los estados a México y se la pasan bomba en los restaurantes de la Zona Rosa, de Insurgentes Sur (en el Palomino) o de Santa Fe. Felices. Está bien. Qué bueno. Que coman bien y sabroso unos años. No les va a durar toda la vida. Que tomen sus aviones 52 veces al año a provincia, que utilicen bien sus seguros de vida particulares, uno nunca sabe. Para eso es el dinero que entra a México por concepto de petróleo o de los impuestos. Para que viajen al extranjero con viáticos, a darse la vuelta por Europa o por Asia. Qué bueno que conozcan mundo y que no anden dando lástima allá en sus viajes, que lleven un buen billete para sus gastos. De quedarse en Sahuaripa o en Sebastián del Oeste nunca se hubieran subido a un avión de Lutfhansa.
  Está bien pagar impuestos para que el licenciado Beltrones se compre más corbatas Hermes de tres mil esos, para que el licenciado Gamboa se compre otra camioneta, para que el hijo de Marta Sahagún se pasee ya sin temer con su fuero y pueda seguir haciendo negocios con sus cuates. Para eso se meten de diputados, para conseguir impunidad (el bien más valioso de la política mexicana) y por los 200 mil pesos mensuales (salario mínimo) durante tres años.
  Es un sistema de saqueo. México es como una bola de queso y su clase política se compone de los gusanos que se comen la bola hasta hartarse. Pero no se hartan. No se la acaban.
  

lunes, 17 de septiembre de 2012

El Estado ya no pinta

El asalto al Estado



Los políticos ya no están
al timón del barco que
navega a toda velocidad.
—Jacques Attali
 
Dice Zygmunt Bauman que no es el Estado y ni siquiera su brazo ejecutivo el que está siendo socavado, erosionado, desangrado hasta su desaparición inminente sino la soberanía.
  Por extensión, podemos pensar que si bien el desvanecimiento del Estado en México se ha debido a una cultura de la impunidad muy arraigada (el incumplimiento de la ley, la permisividad en cuanto al lavado de dinero en las elecciones) también es cierto que esta caída moral y sociológica se encuadra en un contexto global: el surgimiento de poderes extraterritoriales que vuelan, flotan o navegan por el mundo sin que ningún Estado pueda cuestionarlos.
  A lo que se refiere el ensayista polaco 
—profesor  en la Universidad de Leeds, en Inglaterra, y en la de Varsovia, autor de La globalización. Consecuencias humanas— es al momento histórico que corresponde hoy al Estado tal y como lo veníamos concibiendo. Hay ahora una circunstancia que mina los cimientos más profundos de la soberanía y que no existía antes: la inclinación de ese Estado debilitado a ceder muchas de sus funciones y prerrogativas a los poderes impersonales del mercado. O en otras palabras: la rendición incondicional del Estado al chantaje con el que las fuerzas del mercado —legales o ilegales— contrarrestan las políticas que favorecen y por las que votan los ciudadanos.
  El contexto es el de un mundo en el que ya no tienen sentido ni repercusión las ideas, en el que en prácticamente todos los Estados se gobierna para favorecer a grupos de particulares: políticos y empresarios que se protegen dentro de la legalidad y contrabandistas que operan fuera de la ley pero patrocinan las campañas políticas.  
  Parece ser ése el panorama mundial en el que no pocos grupos financieros o industriales compiten con agrupaciones criminales rebasando la autoridad o el poder de los Estados. Hay también, por otra parte, riquezas individuales que son mayores que las de varios países juntos. 
  Somos contemporáneos de un espacio global en el que, en la visión de Manuel Castells, el poder fluye fuera de todo control y al margen de las instituciones, mientras la política sigue siendo tan local como siempre. El poder está más allá del alcance de la política.
   Hay un momento en que las empresas transnacionales escapan hacia un limbo que el Estado moderno ya no ocupa ni administra. Queda algo de Estado pero el Estado ya no está en las nuevas latitudes de la criminalidad financiera. Si antes había un lugar o un territorio con el que se asociaba al Estado, junto con su legalidad y su población, ahora ese lugar está en todas partes y en ninguna. Las grandes empresas comerciales o criminales se mueven en una “tierra de nadie”, como el espacio entre trincheras, y puedan saltar de una isla a otra, de un país a otro, de un paraíso fiscal a otro. En el juego del gato y el ratón el Estado gato termina por morderse la cola y arrinconarse a descansar.
  Según Masao Miyoshi el Estado nación ya no funciona: se lo han apropiado por completo las corporaciones transnacionales, que operan a distancia, ajenas, sólo fieles a los clubes exclusivos (de tenis o de martinis) de los que son miembros. En la nueva composición de poder mundial el Estado ya no cuenta tanto.
 

lunes, 10 de septiembre de 2012

Cosa juzgada






RES JUDICATA
                       
Alégale al ampáyer.
—Élmer Mendoza


¿Por qué “del Poder Judicial de la Federación”? ¿Qué se está tratando de enfatizar con ese complemento? También podría decirse la Suprema Corte de Justicia de la Nación del Poder Judicial de la Federación. O bien: el juez federal de Nogales, Sonora, del Poder Judicial de la Federación. El Juzgado de Distrito de Mexicali del Poder Judicial de la Federación. ¿Cuál es la idea? ¿Que no se vaya a creer que es del poder Ejecutivo de la Federación? Los policías son Poder Ejecutivo también. Los ministerios públicos. Los agentes de la Judicial o de la Procuraduría o “ministeriales” también son del poder Ejecutivo del Estado o de la Federación, como dice el Presidente de la República del Poder Ejecutivo de la Federación.
  Pero en fin. Peccata minuta. La historia es que los magistrados o jueces del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que viven bajo muchísimas e intimidatorias presiones, son seres humanos y juzgan como Dios les da a entender. Tratan, como los ministros de la SCJN, de adivinarle el pensamiento al jefe de la tribu, es decir: al Presidente de la República. Así ha sido siempre y no se atreven a que sea de otra manera. Hasta es posible que tuvieran miedo de manifestarse en contra del nuevo y sospechoso establishment político. Y se entiende. Votar a favor de la impugnación no era nada fácil. Les temblaron las corvas. Además, muy humanos, también les interesaba conservar sus sueldos que seguramente no pueden andar debajo de los 200 mil mensuales (aunque se dice que llegan a embolsarse más de 300, algo así como mil dólares diarios). Lo cierto es que debieron haber devengado sus sueldos, con más trabajo, con más esmero, con más sentido del honor, con mejores argumentos.
  ¿Qué le vinieron a decir a las nuevas generaciones los 7 Magníficos del Poder Judicial de la Federación? Que todo se vale. Que se vale hacer trampa. ¿Qué le dicen a un joven mexicano que quiera dedicarse a la política? Que el que transa avanza. Que no está mal comprar votos. Que se vale aceptar dinero del narco.
  Ese es el mensaje de los magistrados a los jóvenes. Pero esos abogados no podían obrar de otra manera. Son producto el producto histórico de una sociedad que siempre ha sido manipulada por abogados, desde los tiempos de la Colonia española. Simplemente las leyes no se pueden cumplir en México.
  Estos incorruptibles e insobornables magistrados (que se han ganado ya un lugar en la Historia Nacional de la Infamia) avalaron el uso de tarjetas de prepago que se pagaron a Soriana y Monex con dinero de no se sabe de dónde. (Las tarjetas de prepago son las que se usan, sobre en Estados Unidos, para lavar dinero.) Le dijeron OK a la inclusión de franjas promocionales en “Noticieros Televisa”, en espacios supuestamente de carácter periodístico. Propaganda disfrazada de periodismo. Contratos con Televisa por debajo de la mesa. Ese fue el mensaje, subliminal o franco, descarado.
  El hecho es que su fallo es cosa juzgada. Nada contra la res judicata. Se ha conseguido armar, inapelablemente, la coartada de la legalidad.
 Un argumento llevado al absurdo es que en la sentencia la justicia siempre se hace. Es como el misterio de la transustanciación —se lee en la novela El contexto, de un autor siciliano que me está vedado citar— cuando el sacerdote celebra la misa y el pan y el vino se convierten en el cuerpo, el alma y la sangre de Jesucristo nuestro Señor.
  “Nunca, fíjese bien, nunca, puede ocurrir que la transustanciación no se produzca. Y lo mismo sucede con un juez cuando oficia la ley: la justicia no puede dejar de develarse, de transustanciarse, de manifestarse, de cumplirse.”
  Res judicata.
  Se completa el circuito de la legalidad, pero no el de la legitimidad.


                   


sábado, 8 de septiembre de 2012

La verdad momentánea


 Pruebas. Tráiganme pruebas.
Pruébenmelo. Me atengo a la
presunción de inocencia.
—Al Capone; Chicago, 1927


Desde la subjetividad de cada uno de nosotros se construyen diversas percepciones y no sólo es cierto que cada cabeza es un mundo: también es un cosmos de deseos, fantasías y creencias.
  Han sucedido en el país tres cosas terriblemente graves, pero a mucha gente —tal vez a la mayoría— no le parecen tan terribles. Hasta hacen chistes sobre la situación. La sociedad mexicana es inconmovible.
  1. Primero: me parece histórica y políticamente
muy grave —a futuro— que nadie en el Estado mexicano, ninguna entidad de las que tienen que ver con la administración de la justicia, con la investigación de los delitos que se persiguen de oficio (sin que la víctima asuma la carga de la prueba), se haya puesto a investigar en serio si en la campaña del PRI hubo dinero de la economía criminal. Le dieron largas al asunto. Las autoridades electorales del TEPJF, no sin descaro, dijeron que en todo caso la procedencia del dinero no afectaba el resultado de la elección. El dinero no tiene olor, como decía Horacio, pecunia non olet.
  En fin, las clásicas chicanas y marrullerías de los expertos abogados mexicanos ideadas para encubrir. ¿Que ya se nos había olvidado lo que es un abogado mexicano? Se llegó a simular una indagación de Soriana y de Monex un poco para taparle el ojo al macho, pero a nadie —a ningún funcionario honorable, con sentido del Estado— se le ocurrió investigar a fondo si en los gastos de campaña de Peña Nieto había aportaciones de los chicos malos.
  Como era de esperarse, se lavaron las manos.
  Y es que, en efecto, dirían los más cínicos, no había pruebas de laboratorio ni de ADN.
  En este torbellino de “opiniones frágiles, efímeras, movedizas y esquivas sólo supuestamente verdaderas”, como dice Zygmunt Bauman, uno sospecha que lo que deduce podría ser una locura, algo totalmente delirante e incomprobable. 
  2. La otra cosa no menos grave que no ven así la mayoría de la población ni el ejército de locutores que ejerce en todo el país —de Tijuana a Tapachula, gracias a la CIRT— es el problema del lavado de dinero: el flanco que no quiso atender Calderón en su lucha contra el mal.
  Para no todos es una desgracia que el lavado de dinero equivalga a avalar la sangre, el dolor, las torturas, las decapitaciones, los secuestros: el sufrimiento. En todo ello hay una gran complicidad y una enorme hipocresía por parte de los grandes consorcios financieros y los gobiernos de Washington y del Reino Unido. Porque lo saben y se callan. Lo permiten.
  Cómodamente, desde un escritorio, unos señoritos británicos deciden meter a la lavadora hasta 7,000 millones de dólares en México durante un lapso de cinco años como si el Estado mexicano no existiera. Sólo porque saltó el tema en alguna sesión de alguna comisión del Senado norteamericano se enteró “el gobierno del Presidente de la República” de que el blanco global del mundo, el muy imperialista HSBC, reconoció haber estado lavando los billetes sucios.  
  Ningún funcionario mexicano se murió de vergüenza.
  En otros tiempos, y en otra época en la que se tenía otro concepto del Estado y otra manera de vivirlo, es posible que a ese banco no se le hubiera permitido seguir operando en México. Pero para la Comisión Nacional Bancaria, presidida por funcionarios muy honorables y muy bien vestidos, la cosa no fue tan grave y se limitó a multar con unos treinta millones de dólares —una bicoca— al banco “global” que, para afrontar posibles multas en Capitol Hill, tiene guardados 700 millones de dólares previendo que lo van a multar hasta con mil. Tampoco estaba enterada esta inútil comisión bancaria, que preside un licenciado Babatz, de que la cadena de tiendas Wallmart también estaba en el negocito. Cuando lo supo se apresuró, de la noche a la mañana, a exonerarla.
  3. Televisa es gobierno. Ya está instalada, como una Reina, en Los Pinos. Sus programas parecen ya como transmitidos desde la casa presidencial. Este fenómeno de cómo un consorcio televisivo llega al poder sería de lo más interesante como tesis de “ciencias de la comunicación” de la Universidad Anáhuac. La colusión Peña Nieto-Televisa es digna del más rigurosos estudio por parte de sociólogos y comunicadores porque una maniobra tan maquiavélica y de tal envergadura nunca se ha dado en ninguna parte del mundo, ni siquiera en la Italia de Berlusconi. ¿Por qué sucedió esto que el IFE no quiso ver, como si no bastaran como evidencia las transmisiones mismas de propaganda a favor de Peña Nieto encubierta como “Noticieros Televisa” desde años atrás? ¿Qué no hay grabaciones de esos spots disimulados? Si las hay, pero los consejeros del IFE decidieron hacerse pendejos.
  ¿Por qué pudo suceder en México esta maniobra mediática de toma del poder? ¿Por qué sería imposible en la televisión británica o en la alemana? Tiene mucho que ver con la clase política mexicana y su descomposición.

* * *



martes, 21 de agosto de 2012

La criminalidad del poder


El jurista italiano Luigi Ferrajoli ha tenido la misma percepción de muchos otros habitantes del planeta Tierra: que nunca como ahora —principios del siglo XXI— entramos en una fase de la historia que bien podríamos reconocer como la era de la criminalidad, tal y como ancestralmente hubo una edad de piedra o una de bronce. La nuestra más que de la información hace honor a su tiempo y asume que el poder criminal se ha instalado ya en la política electoral, en los consorcios mediáticos (tipo Televisa), en las instituciones financieras y en la conformación misma del Estado.
  Uno de los efectos más perversos de la globalización, dice Ferrajoli, es el desarrollo de esta criminalidad internacional. Dice “criminalidad global” como cuando hablamos de globalización de la economía.
  Nacido en Florencia en 1941, Luigi Ferrajoli trabajó como juez entre 1967 y 1975, y es profesor de filosofía del derecho en la Universitâ degli Studi de Roma.
  La criminalidad que le preocupa es la que se ha beneficiado de los adelantos tecnológicos. Un sistema de comunicación militar, el internet que antes era un arma secreta de varios ejércitos (como el de Estados Unidos), está en todos los hogares y sirve también a las organizaciones criminales.
  Ferrajoli distingue tres formas de criminalidad del poder:
  1. La del crimen organizado (de delincuencia común, no de motivación política) como la mafia, la ‘Ndrangheta, la Camorra, y los grandes consorcios delincuenciales de Rusia y Japón. Y también la del terrorismo transnacional. La novedad es que esa criminalidad, que siempre ha existido, ha alcanzado un desarrollo transnacional y tiene ahora un peso financiero sin precedentes.
  2. La de los grandes poderes económicos: empresas trasnacionales, consorcios de televisión, corporaciones industriales, casas de servicios financieros, paraísos fiscales, transporte de mercancías por barco y avión, petróleo, “bancos globales del mundo” (HSBC, verbigratia) y casas de cambio, implicados en el lavado de dinero procedente de la economía criminal. O empresas como Soriana y Monex que en México disfrutan de impunidad y seguirán teniendo impunidad (como Moreira y Yarrington, y otros hampones) en el próximo sexenio.
  3. La criminalidad de los poderes públicos, el crimen de Estado, la tortura por parte de las fuerzas armadas policiacas y militares, la malversación de caudales públicos y la ”subversión desde arriba”. El hampa en el poder. 
  En otras palabras, esa criminalidad se explica porque la globalización es un vacío de derecho público —una ausencia de Estado, lo cual es lógico: no hay estados internacionales—, y específicamente de derecho penal internacional. Cada vez es más difícil distinguir  el confín entre esta criminalidad de los poderes económicos y los poderes abiertamente criminales de tipo mafioso.
  “No se trata de fenómenos criminales netamente distintos y separados, sino de mundos entrelazados, por las colusiones entre poderes criminales, poderes económicos y poderes institucionales, hechas de complicidades y de recíprocas instrumentalizaciones.”
  A esto se suma el declive de los Estados nacionales tal y como venían siendo en la historia y como lo ha razonado Zygmunt Bauman. El contexto mundial es otro. No se ha conseguido una jurisdicción universal del derecho penal, como propone el juez Baltazar Garzón, porque las nuevas formas de criminalidad transnacional son el efecto de una situación general de anomia, en un mundo confiado a la ley del más fuerte y en el que muchas empresas, por un lado, e individuos en lo particular por otro, son más ricos y poderosos que no pocos países.
  Hace treinta no existía esa composición de poder en el mundo. Es otra de las novedades de nuestro tiempo.
  

  


viernes, 3 de agosto de 2012

Oro de Cananea


Cuando algo es falso, cuando una cosa no es lo que parece, cuando un anillo es de cobre pero su portador lo presume como de oro, la sabiduría o la cruel ironía del sardónico sonorense le hace decir:
  —Sí, oro de Cananea.
  Porque lo único que hay en Cananea es cobre. Es como decir no me des gato por liebre. Y en eso estamos con lo de las minas de oro mexicanas. No nos pertenecen. Las regalamos, por el tradicional servilismo de los presidentes mexicanos ante los extranjeros. Para nosotros son como si fueran de cobre.
  Dice Nicolas Casey en un reportaje de The Wall Street Journal del 18 de julio, y firmado en Mescala, que en Los Filos, Guerrero, hay un yacimiento de oro del tamaño de un edificio y los periodistas mexicanos, en su dulce y dilatada siesta, no se han dado cuenta. De tal o cual mina en Sonora o en Zacatecas salen al año cientos de miles de lingotes. Qué chulada los mexicanos. Les encanta regalar sus riquezas. Basta controlar a un solo hombre: al Presidente de la República.
 El depósito subterráneo en las montañas de Guerrero es de unos 300 metros de profundidad y 150 metros de ancho. Según las mineras, podría tratarse de uno de los descubrimientos más concentrados en México de los últimos 50 años.
Es que es muy cara la inversión, no tenemos capital, dicen los Fox o los Calderón. Si dejamos que los canadienses se lleven todo el oro por lo menos abren fuentes de trabajo y nos pagan impuestos. Goldcorp pagó  218,5 millones de dólares en impuestos en 2011 sólo por su mina de Peñasquito, según la empresa.
  Todos contra México, pues. Que se lleven el oro, las piezas arqueológicas, los collares de obsidiana, los pericos, el petróleo. Que pongan ellos los bancos, que se lleven las ganancias a Bilbao y a Londres o a Montreal. Nosotros somos muy poca cosa. No podemos. Tenemos un problema: somos mexicanos. Ni siquiera somos capaces de organizar elecciones limpias. Y así el oro nuestro no alcanza a ser ni siquiera cobre. Es oro de Cananea.
  Entre las cosas interesantes que dijo el general colombiano Óscar Adolfo Naranjo cuando andaba buscando chamba, hace unas semanas en el programa de Carmen Aristegui, había una referida a las drogas y otra a las minas de oro. Dijo el general —que ya tiene quien le pague— que ahora las metanfetaminas y las drogas de laboratorio son mejor negocio que el de la cocaína. Porque las drogas sintéticas son más asépticas y más discretas de consumir incluso a la vista de todo el mundo, mientras que el pericazo tiene que ser en el baño de los restaurantes o de las discotecas. Pero contó algo más en su impecable español el colombiano. Muy elegante él, muy articulado, hablando como sólo puede hablar un colombiano. Reveló que ahora los narcotraficantes se están dedicando a la minería de oro, de manera informal y clandestina, sin permiso de los gobiernos. Porque el oro es lo que rifa ahora, más que la coca, más que las metanfetaminas, más que el lavado de dinero por la vía legal financiera que se permite en México.
  ¿Cuánto pesa un lingote? A saber. La onza pasó de valer 700 dólares en 2007 a 1,851 en 2012.
  La producción de oro en México, se incrementó 100 por ciento en lo que va del infausto sexenio de Felipe Calderón. Pasó de 43.7 toneladas en 2007 a 87 toneladas en 2011. El año pasado el país pasó a integrar la lista de los diez mayores productores de oro del mundo, extrayendo más de 86 toneladas del metal precioso, tres veces más que lo que producía hace diez años y más que otros pesos pesado de Sudamérica como Argentina y Chile.
  El único problema es que ese oro es mexicano pero no de México. Pertenece a empresas canadienses.
  Este año el yacimiento de Peñasquito, de la compañía Goldcorp, en Zacatecas, producirá 500 mil onzas de oro y así será la mayor mina de oro mexicana que no es de México.
  Dicen las foráneas empresas que lo que les atrae de México son sus leyes mineras porque les permiten que se queden con gran parte de las ganancias de sus inversiones. Bajo las leyes federales deben solicitar una concesión de derechos de minería al gobierno de México y operar a través de una empresa mexicana. Sin embargo, la compañía local puede pertenecer por entero a manos extranjeras. 
  Todo está preparado para quedar bien con el capital extranjero.